martes, 9 de abril de 2013

Mystic River, de Clint Eastwood

Donde enterramos nuestros pecados


Decir esto ahora parece sacrílego, pero cuando Clint Eastwood estrenó Mystic River en el año 2003 era un director que empezaba a mostrar síntomas de decadencia. Su última gran película, Los puentes de Madison, la había estrenado 8 años antes y entre medias había dirigido cinco largometrajes (Poder absoluto, Medianoche en el jardín del bien y del mal, Ejecución inminente, Space Cowboys y Deuda de sangre) que, aún siendo unos mejores que otros, no alcanzaban ni de lejos la calidad de obras como Bird o Sin perdón. Si a todo esto le añadimos que en el año 2003 Clint Eastwood ya tenía 73 años, nos encontramos con que en aquel momento no era infrecuente leer y escuchar a algunos críticos para los que la época dorada de Eastwood ya había pasado y sólo estábamos presenciando sus últimos coletazos.



Pero hete aquí, que Clint Eastwood se planta en el Festival de Cannes de 2003 con Mystic River debajo del brazo y en su primera proyección deja a todos los allí presentes con la boca abierta. Y no era para menos, acababan de ver la que para mí es la primera gran obra maestra del cine americano en el siglo XXI. Pues bien, el jurado, presidido por el director francés Patrice Chereau, decide de manera incomprensible otorgar la palma de oro a la película de Gus Van Sant Elephant, película que no está mal, pero que ni de lejos llega al nivel de la obra que nos ocupa. Pero no sólo eso, es que si buscan en el palmarés del festival de ese año no encontrarán Mystic River por ninguna parte, ni el premio del jurado (A las cinco de la tarde), ni el gran premio del jurado (Lejano), ni mejor actor para Sean Penn o Tim Robbins (Muzaffer Ozdemir & Mehmet Emin Toprak, por Lejano), ni la dirección (para Gus Van Sant, por si la palma de oro no había sido suficiente premio), ni el guión (Las invasiones bárbaras), nada. Les invito a repasar la sección oficial de ese año para que vean que ninguna de las películas ha permanecido en la memoria colectiva tanto como la que nos ocupa. Por suerte, en el cine el mejor jurado y el que suele dejar las cosas en su sitio es el tiempo. Y el tiempo ha demostrado que el fallo fue snob y equivocado.


Además, la importancia de Mystic River hay que medirla también con el valor que supone inaugurar un período extremadamente fructífero en la carrera de Clint Eastwood, con títulos como Million Dollar Baby, Cartas desde Iwo Jima o Gran Torino (hay otras muy buenas también pero para mí estas tres son las mejores).

Pero centrémonos en la película propiamente dicha. Mystic River está basada en la novela homónima de Dennis Lehane, autor muy recomendable, y ambientada en un suburbio de Boston, como todas las novelas de Lehane a excepción de Shutter Island, obra que también fue adaptada al cine por Martin Scorsese. En las calles de ese barrio, tres niños juegan al hockey y escriben sus nombres en el cemento fresco del suelo cuando dos hombres secuestran a uno de ellos, Dave, para abusar sexualmente de él. Éste es el comienzo de la película y también el trasfondo emocional alrededor del cual giran las relaciones entre los personajes durante toda la historia (Sean, el personaje que interpreta Kevin Bacon llega a decir “a veces creo que los tres subimos a ese coche”). Y como el mismo Dave (Tim Robbins) dice en un momento dado: “ese niño murió en aquel sótano, y el que salió de allí no era la misma persona “.



Es Mystic River una tragedia clásica en donde todos sus personajes arrastran heridas profundas que, a medida que avanza el metraje, van saliendo a la luz. Y todas ellas tienen un mismo origen, la tarde en que se llevaron a Dave. Su amistad se rompió en ese mismo instante porque ya no podían estar juntos sin rememorar aquel momento, y por eso Eastwood retrata con precisión de cirujano la incomodidad que sienten los personajes cada vez que tienen que mantener una conversación.



Pero 25 años después, otra vez la tragedia –que es el verdadero nexo de unión que tienen Dave, Sean y Jimmy (Sean Penn)– va a volver a reunirlos cuando la hija de Jimmy resulta brutalmente asesinada y Sean tenga que encargarse de la investigación en la que el principal sospechoso es Dave. Este hecho lo removerá todo, y la película comenzará a desarrollarse con esa violencia soterrada que tan bien ha sabido manejar siempre Eastwood a lo largo de su carrera como director. Se trata de una violencia que se percibe en el interior de los personajes, que se respira en el ambiente, en cada mirada, en cada silencio.

Película sin buenos ni malos en la que el espectador es capaz de ponerse en la piel de cada uno de sus protagonistas, comprender sus motivaciones. Entendemos por qué Dave actúa como actúa, sus inseguridades, sus miedos, sus secretos; también entendemos a Jimmy, delincuente rehabilitado y ahora esposo y padre (aparentemente) ejemplar, pero que lleva una carga muy pesada (“lleva el peso de la cárcel en los hombros” según el policía que interpreta Larry Fishburne, secundario de lujo para la película); entendemos la soledad de Sean, que recibe constantemente llamadas de su mujer, que lo ha abandonado llevándose a su hija. En ellas no se dicen nada, pero él no cuelga porque “algún día le dirá por qué lo ha dejado”.



Se le han achacado fallos de guión, alguna trampa, alguna casualidad mal traída… Personalmente, creo que se equivocan quienes valoran esta película desde la perspectiva del thriller, y obvian que lo realmente importante y el motivo por el que causa el impacto que causa no es saber quién es el asesino. Ni siquiera por qué lo hizo (esto no es una novela de Agatha Christie), sino cómo un hecho aislado puede marcarte la vida para siempre, a ti y a los que te rodean: “si yo hubiera subido a ese coche nunca habría tenido la seguridad de acercarme a mi mujer, nunca habría tenido a mi hija y esta nunca habría sido asesinada” dice Jimmy en un momento de la película.   

Hay pocos directores vivos capaces de retratar la naturaleza y la miseria humana tan bien como lo hace Clint Eastwood. No tenemos más que pensar en Sin perdón, Bird, Gran Torino, Million Dollar Baby o Los puentes de Madison para comprender que hablamos de un director gigantesco, un verdadero autor. Porque todas sus películas llevan su sello, pueden ser mejores o peores pero todas tienen algo que las hace reconocibles.

No sé cuántas veces he visto Mystic River, ni sé cuántas más veces la voy a ver a lo largo de mi vida, porque hay películas que uno nunca se cansa de ver. Secuencias que te vuelven a la cabeza una y otra vez a lo largo de tu vida (“aquí enterramos nuestros pecados y lavamos nuestras conciencias” dice Jimmy en una de ellas). Estamos ante una película eterna.

Alfonso Mazarro




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